¿QUé HEMOS APRENDIDO DE LA REVOLUCIóN CASTRO-COMUNISTA?

 

 

                                                           Néstor Carbonell Cortina          

  

                       

                         A 60 años del fallido asalto al Cuartel Moncada, la revolución castro-

                       comunista – que tuvo allí su punto de partida – pudiera pronto entrar

                      en una fase terminal, si logramos que se aborten las actuales maniobras

                      fraudulentas enderezadas a oxigenar el régimen carcomido que usurpa

                      el poder.

 

                      A fin de no reincidir en funestos errores y caer en nuevas trampas,

                      conviene repasar lo que hemos aprendido de las causas y consecuencias

                      de nuestra trágica experiencia totalitaria a la luz de otros precedentes

                      históricos.  Con ese objetivo en mente, y mirando al futuro, aquí van

                      algunas reflexiones condensadas en el prólogo que le dediqué al libro

                      de Mario Llerena, “Mito y Espejismo de la Revolución”.  Aunque

                      fueron escritas en 1995, creo que conservan bastante relevancia.

 

                                                          _______________

 

 

 

 

¿QUé HEMOS APRENDIDO DE LA REVOLUCIóN CASTRO-COMUNISTA?

 

 

                                                                                  Néstor Carbonell Cortina

  

                       

                         A 60 años del fallido asalto al Cuartel Moncada, la revolución castro-

                       comunista – que tuvo allí su punto de partida – pudiera pronto entrar

                      en una fase terminal, si logramos que se aborten las actuales maniobras

                      fraudulentas enderezadas a oxigenar el régimen carcomido que usurpa

                      el poder.

 

                      A fin de no reincidir en funestos errores y caer en nuevas trampas,

                      conviene repasar lo que hemos aprendido de las causas y consecuencias

                      de nuestra trágica experiencia totalitaria a la luz de otros precedentes

                      históricos.  Con ese objetivo en mente, y mirando al futuro, aquí van

                      algunas reflexiones condensadas en el prólogo que le dediqué al libro

                      de Mario Llerena, “Mito y Espejismo de la Revolución”.  Aunque

                      fueron escritas en 1995, creo que conservan bastante relevancia.

 

                                                          _______________

 

 

 

         Siempre despierta interés el tema de las revoluciones.  Éstas son fascinantes

como transformaciones históricas para quienes las estudian a distancia, y traumáticas como convulsiones sociales para quienes las sufren en carne propia.

         El interés en el tema se aviva cuando el autor sobresale por las luces de su

talento y los frutos de su investigación.  Este es el caso de Mario Llerena, quien con

el aval de su vasta cultura, de su trayectoria democrática y de su alta jerarquía

intelectual y moral, ha analizado magistralmente el engendro castro-comunista a la

luz de otros partos dolorosos de la historia.

         Por eso me place y me honra prologar su libro acerca del Mito y Espejismo de

la Revolución – vista no como episodio romántico, sino como aberración lacerante.

Por eso tengo a bien recomendar su obra, tan iluminadora y provechosa, sobre todo para los demócratas cubanos, quienes debemos extraer, de lo más hondo de nuestra terrible experiencia revolucionaria, las enseñanzas que nos inmunicen en el futuro contra todo mesianismo político o caudillaje envilecedor.

         Se ha escrito copiosamente sobre la revolución cubana, pero Llerena la enfoca en su libro con singular perspectiva.  Él señala lo que tiene de “sui generis” (producto de circunstancias propias), y lo que tiene de comparable con otros fenómenos revolucionarios, como el jacobino y el bolchevique.

         Europa y Estados Unidos han producido historiadores contemporáneos de la talla de Francois Furet, Jean-Francois Revel, Hugh Thomas, Simon Schama y Richard Pipes, quienes han rebatido con éxito descripciones tendenciosas de las revoluciones, propagadas principalmente por intelectuales marxistas.  El libro de Mario Llerena constituye una magnífica aportación a la bibliografía democrática revisionista.

         Hace bien Llerena en comenzar definiendo el concepto revolución, ya que hay cambios violentos que no constituyen revolución (como los golpes de estado), y hay transformaciones pacíficas que sí son revolucionarias (como las actuales transiciones del comunismo a la democracia y la libre empresa en Europa de Este).

         En materia de gobierno, la semántica puede llegar a ser importante, como lo demuestra la siguiente anécdota.  Cuando el Duque de la Rochefoucauld-Liancourt le informa a Luis XVI de la caída de La Bastilla, el monarca impasible le pregunta: “¿Es una rebelión?”  “No, Majestad – contesta el Duque – es una revolución”. 

Acertado y premonitorio fue el diagnóstico del sagaz consejero francés.  El oleaje popular, que comenzó a encresparse en julio de 1789, parecía una simple revuelta para corregir o frenar los abusos de la monarquía absoluta dentro de un marco constitucional.  Pero esto movimiento de enorme efervescencia, que engendró la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, se fue desorbitando y pervirtiendo con el tiempo.  Aguijoneado por la crisis económica, polarizado por la tozudez e intento de fuga del rey, y caldeado por ideas revolucionarias que minaron el orden constituido, el movimiento cayó en 1792 en manos de tiranos obcecados, que trocaron la libertad por el terror y la fraternidad por la guillotina.

         La revolución cubana se asemeja, en sus prolegómenos, a la francesa.  Surgió como una rebelión contra los desafueros de la dictadura de Batista, no para suplantar el orden constitucional, sino para rescatarlo de la fuerza.  El restablecimiento de la Constitución de 1940 fue el objetivo fundamental de la lucha, y a su consecución se comprometieron todos los líderes oposicionistas e insurreccionales, incluyendo a Fidel Castro.

         Al igual que en Francia bajo Luis XVI, el movimiento de protesta y resistencia en Cuba se fue pervirtiendo y radicalizando, debido a la obstinación de Batista y  la miope abdicación, a favor de Castro, de muchos de los líderes oposicionistas moderados.  Al desplomarse la dictadura y crearse un vacío de poder, se impusieron los más audaces y prevalecieron los más pérfidos y los más taimados.

Así, pues, lo que comenzó como una rebelión reformista para corregir abusos, pasó a ser una revolución totalitaria para abolir los usos.  (José Ortega y Gasset hace la distinción entre los abusos y los usos en su notable ensayo titulado “El Ocaso de las Revoluciones”).

Llerena explica con documentación y lucidez las circunstancias que facilitaron dicha perversión: la descomposición de la sociedad civil, debilitada por la crítica feroz y maleada por la violencia y la corrupción; la insólita rendición incondicional de las fuerzas armadas a la caída de Batista, y la propensión del pueblo al virus de la demagogia revolucionaria, que tuvo su caldo de cultivo en centros universitarios y cenáculos intelectuales de izquierda.

         Precisa destacar la importancia del condicionamiento psicológico, ya que las revoluciones requieren un clima de ebullición contagiosa para que prendan sus consignas.  En Cuba el condicionamiento no fue repentino, sino progresivo a través de los años.  Lo produjo una prédica política personalista, de fuerte tono y lenguaje revolucionarios, que hacía propicio el advenimiento de caudillos y demagogos.  Esta prédica hiperexcitante creó en el país una especie de adicción al frenetismo, que se tradujo en adoración y entrega a la llegada de Castro al poder.  Las masas delirantes, proclives al embrujo mesiánico, pensaron que había descendido de las montañas el salvador de la patria.

         Los ciudadanos más reflexivos e influyentes del país, en su gran mayoría, no vieron grave peligro en las ráfagas iniciales.  Acostumbrados a las “revoluciones” pasajeras de oratoria inflamada y gatillo alegre, (en las que Castro dejó sus tempranas huellas), pensaron que la nueva revolución sería parecida a los brotes anteriores: más retórica que real; más exaltada que calculadora y sistemática; más borrascosa que implacable y permanente.  Y no fue así.  Castro hizo del verbo incendiario una inmensa tea, y de la utopía revolucionaria una monstruosa e interminable realidad.

         Todos estos factores contribuyeron al ascenso de Castro, pero  lo que le permitió perpetrar la gran estafa fue su habilidad par confundir, ocultar y engañar.  Los tiranos revolucionarios, desde Robespierre hasta Lenin, Mussolini y Hitler, han empleado la mentira para allanar los obstáculos y lograr sus objetivos.  Pero ninguno como Castro negó en forma tan artera y categórica su ideología y sus designios, y ninguno se jactó tanto como él de haber embaucado a la nación.

         De Robespierre, Castro tomó el terror revolucionario, sustituyendo únicamente la guillotina por el paredón de fusilamiento.  Y de Hitler y Mussolini copió los actos multitudinarios para manipular a las masas, hacinadas como rebaño, y atizar las bajas pasiones que generan el odio, la envidia y el resentimiento.

         Asimismo, Castro se valió como nadie del instrumento poderoso de la televisión para martillar sus consignas y fomentar el culto a su personalidad.  Así pudo sugestionar y ablandar a la población, para después subyugarla.

         En cuanto a ideología, Llerena y otros eminentes historiadores y analistas afirman que el marxismo-leninismo de Castro fue un maridaje de conveniencia – producto de su odio visceral a los Estados Unidos y de sus ansias morbosas de poder, que sólo la Unión Soviética podía satisfacer y garantizar frente al Coloso de Norte.  Esta tesis tiene fundamento, aunque hay otros connotados investigadores, como Salvador Días Versón, que sostienen que los nexos de Castro con la Unión Soviética, fuera del partido comunista, surgieron secretamente años antes de la revolución, durante la permanencia en La Habana del emisario del Comintern, Gummer W. Bashirov.

         Esto quizás sea discutible, pero lo que sí parece indubitable es que Castro, desde su llegada al poder, se rodeó de un grupo de asesores comunistas para sentar subrepticiamente las bases de su revolución totalitaria y atea.  Una revolución que, disfrazada inicialmente de humanista, aplicó los métodos preconizados por Marx y Lenin para implantar la tiranía política e ideológica, promover la lucha de clases, abolir la propiedad privada, y regimentar la vida humana bajo el más inicuo y absorbente vasallaje.

         Como bien apunta Llerena, no puede decirse con propiedad que Castro traicionó su revolución.  Esta nació en enero de 1959 con molde comunista, y se desarrolló después con rigor estaliniano.  Castro, sí, traicionó sus promesas de restauración constitucional y reformas democráticas, y traicionó a Cuba, sometiendo su soberanía a los dictados del imperialismo soviético.

         La consolidación del régimen de Castro es imputable, desde luego, a los cubanos – cegados primero por el fuego fatuo de la prédica revolucionaria, y aletargados después por el mito geopolítico de las 90 millas, según el cual no podía perdurar una base comunista tan cerca de la Florida.

         Pero aun reconociendo la plena responsabilidad cubana en este proceso, no podemos eximir de culpa a los Estados Unidos.  Estos subestimaron la virulencia expansiva del castro-comunismo, y, al abandonar a los expedicionarios en Bahía de Cochinos, estimularon a la Unión Soviética a emplazar en Cuba armas estratégicas,

que pusieron en peligro la paz mundial.  El desenlace de la Crisis de los Cohetes, encuadrado en el pacto Kennedy-Kruschef, fue en verdad funesto.  No sólo liquidó la resistencia dentro y fuera de la isla, sino que le permitió a Moscú utilizar a Cuba como plataforma estratégica para subvertir impunemente a tres continentes.

         Muy caro han costado estos errores en vidas humanas, convulsiones sociales y destrucción de riquezas.  Pero ya estamos llegando al capítulo final de esta tragedia.  A la revolución castro-comunista, [que prosigue hoy bajo la dinastía raulista], le falta credibilidad y fuerza para continuar su trayectoria inexorable.  Los sueros artificiales de la Unión Soviética han cesado; [peligra el enorme subsidio venezolano], y no hay a la vista alternativas financieras para remozar indefinidamente el aparato totalitario.  El desgaste del régimen es progresivo, y el descrédito de su sistema, irremediable y total.  Su sostén monolítico comienza a agrietarse, y el pueblo sojuzgado está perdiendo el miedo y recobrando la fe.

         El régimen (actual o sucesorio) habrá de caer por “implosión” o explosión, por razones biológicas o causas artificiales.  Entonces comenzará la titánica pero gratificadora tarea de la reconstrucción  de Cuba, basada en los principios cardinales de democratización  política, liberalización económica y regeneración moral, plasmados en la legítima Constitución de 1940.

         En ese empeño, no podemos de nuevo dejarnos hechizar por utopías revolucionarias,  tentaciones totalitarias o teorías extravagantes de ingeniería social.  Sirva el libro enjundioso y revelador de Mario Llerena de enseñanza, admonición y vacuna contra todo intento futuro de hacer revolución sin libertad, sin justificación y sin consentimiento.

         La Cuba que emerja de las tinieblas del castro-comunismo sólo necesitará una revolución, en palabras de Martí… “la que no haga presidente a su caudillo, la revolución contra todas las revoluciones:  el levantamiento de todos los hombres pacíficos, una vez soldados, para que ni ellos ni nadie vuelvan a serlo jamás”.

 


 

 

 

        

 

 

 

         Siempre despierta interés el tema de las revoluciones.  Éstas son fascinantes

como transformaciones históricas para quienes las estudian a distancia, y traumáticas como convulsiones sociales para quienes las sufren en carne propia.

         El interés en el tema se aviva cuando el autor sobresale por las luces de su

talento y los frutos de su investigación.  Este es el caso de Mario Llerena, quien con

el aval de su vasta cultura, de su trayectoria democrática y de su alta jerarquía

intelectual y moral, ha analizado magistralmente el engendro castro-comunista a la

luz de otros partos dolorosos de la historia.

         Por eso me place y me honra prologar su libro acerca del Mito y Espejismo de

la Revolución – vista no como episodio romántico, sino como aberración lacerante.

Por eso tengo a bien recomendar su obra, tan iluminadora y provechosa, sobre todo para los demócratas cubanos, quienes debemos extraer, de lo más hondo de nuestra terrible experiencia revolucionaria, las enseñanzas que nos inmunicen en el futuro contra todo mesianismo político o caudillaje envilecedor.

         Se ha escrito copiosamente sobre la revolución cubana, pero Llerena la enfoca en su libro con singular perspectiva.  Él señala lo que tiene de “sui generis” (producto de circunstancias propias), y lo que tiene de comparable con otros fenómenos revolucionarios, como el jacobino y el bolchevique.

         Europa y Estados Unidos han producido historiadores contemporáneos de la talla de Francois Furet, Jean-Francois Revel, Hugh Thomas, Simon Schama y Richard Pipes, quienes han rebatido con éxito descripciones tendenciosas de las revoluciones, propagadas principalmente por intelectuales marxistas.  El libro de Mario Llerena constituye una magnífica aportación a la bibliografía democrática revisionista.

         Hace bien Llerena en comenzar definiendo el concepto revolución, ya que hay cambios violentos que no constituyen revolución (como los golpes de estado), y hay transformaciones pacíficas que sí son revolucionarias (como las actuales transiciones del comunismo a la democracia y la libre empresa en Europa de Este).

         En materia de gobierno, la semántica puede llegar a ser importante, como lo demuestra la siguiente anécdota.  Cuando el Duque de la Rochefoucauld-Liancourt le informa a Luis XVI de la caída de La Bastilla, el monarca impasible le pregunta: “¿Es una rebelión?”  “No, Majestad – contesta el Duque – es una revolución”. 

Acertado y premonitorio fue el diagnóstico del sagaz consejero francés.  El oleaje popular, que comenzó a encresparse en julio de 1789, parecía una simple revuelta para corregir o frenar los abusos de la monarquía absoluta dentro de un marco constitucional.  Pero esto movimiento de enorme efervescencia, que engendró la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, se fue desorbitando y pervirtiendo con el tiempo.  Aguijoneado por la crisis económica, polarizado por la tozudez e intento de fuga del rey, y caldeado por ideas revolucionarias que minaron el orden constituido, el movimiento cayó en 1792 en manos de tiranos obcecados, que trocaron la libertad por el terror y la fraternidad por la guillotina.

         La revolución cubana se asemeja, en sus prolegómenos, a la francesa.  Surgió como una rebelión contra los desafueros de la dictadura de Batista, no para suplantar el orden constitucional, sino para rescatarlo de la fuerza.  El restablecimiento de la Constitución de 1940 fue el objetivo fundamental de la lucha, y a su consecución se comprometieron todos los líderes oposicionistas e insurreccionales, incluyendo a Fidel Castro.

         Al igual que en Francia bajo Luis XVI, el movimiento de protesta y resistencia en Cuba se fue pervirtiendo y radicalizando, debido a la obstinación de Batista y  la miope abdicación, a favor de Castro, de muchos de los líderes oposicionistas moderados.  Al desplomarse la dictadura y crearse un vacío de poder, se impusieron los más audaces y prevalecieron los más pérfidos y los más taimados.

Así, pues, lo que comenzó como una rebelión reformista para corregir abusos, pasó a ser una revolución totalitaria para abolir los usos.  (José Ortega y Gasset hace la distinción entre los abusos y los usos en su notable ensayo titulado “El Ocaso de las Revoluciones”).

Llerena explica con documentación y lucidez las circunstancias que facilitaron dicha perversión: la descomposición de la sociedad civil, debilitada por la crítica feroz y maleada por la violencia y la corrupción; la insólita rendición incondicional de las fuerzas armadas a la caída de Batista, y la propensión del pueblo al virus de la demagogia revolucionaria, que tuvo su caldo de cultivo en centros universitarios y cenáculos intelectuales de izquierda.

         Precisa destacar la importancia del condicionamiento psicológico, ya que las revoluciones requieren un clima de ebullición contagiosa para que prendan sus consignas.  En Cuba el condicionamiento no fue repentino, sino progresivo a través de los años.  Lo produjo una prédica política personalista, de fuerte tono y lenguaje revolucionarios, que hacía propicio el advenimiento de caudillos y demagogos.  Esta prédica hiperexcitante creó en el país una especie de adicción al frenetismo, que se tradujo en adoración y entrega a la llegada de Castro al poder.  Las masas delirantes, proclives al embrujo mesiánico, pensaron que había descendido de las montañas el salvador de la patria.

         Los ciudadanos más reflexivos e influyentes del país, en su gran mayoría, no vieron grave peligro en las ráfagas iniciales.  Acostumbrados a las “revoluciones” pasajeras de oratoria inflamada y gatillo alegre, (en las que Castro dejó sus tempranas huellas), pensaron que la nueva revolución sería parecida a los brotes anteriores: más retórica que real; más exaltada que calculadora y sistemática; más borrascosa que implacable y permanente.  Y no fue así.  Castro hizo del verbo incendiario una inmensa tea, y de la utopía revolucionaria una monstruosa e interminable realidad.

         Todos estos factores contribuyeron al ascenso de Castro, pero  lo que le permitió perpetrar la gran estafa fue su habilidad par confundir, ocultar y engañar.  Los tiranos revolucionarios, desde Robespierre hasta Lenin, Mussolini y Hitler, han empleado la mentira para allanar los obstáculos y lograr sus objetivos.  Pero ninguno como Castro negó en forma tan artera y categórica su ideología y sus designios, y ninguno se jactó tanto como él de haber embaucado a la nación.

         De Robespierre, Castro tomó el terror revolucionario, sustituyendo únicamente la guillotina por el paredón de fusilamiento.  Y de Hitler y Mussolini copió los actos multitudinarios para manipular a las masas, hacinadas como rebaño, y atizar las bajas pasiones que generan el odio, la envidia y el resentimiento.

         Asimismo, Castro se valió como nadie del instrumento poderoso de la televisión para martillar sus consignas y fomentar el culto a su personalidad.  Así pudo sugestionar y ablandar a la población, para después subyugarla.

         En cuanto a ideología, Llerena y otros eminentes historiadores y analistas afirman que el marxismo-leninismo de Castro fue un maridaje de conveniencia – producto de su odio visceral a los Estados Unidos y de sus ansias morbosas de poder, que sólo la Unión Soviética podía satisfacer y garantizar frente al Coloso de Norte.  Esta tesis tiene fundamento, aunque hay otros connotados investigadores, como Salvador Días Versón, que sostienen que los nexos de Castro con la Unión Soviética, fuera del partido comunista, surgieron secretamente años antes de la revolución, durante la permanencia en La Habana del emisario del Comintern, Gummer W. Bashirov.

         Esto quizás sea discutible, pero lo que sí parece indubitable es que Castro, desde su llegada al poder, se rodeó de un grupo de asesores comunistas para sentar subrepticiamente las bases de su revolución totalitaria y atea.  Una revolución que, disfrazada inicialmente de humanista, aplicó los métodos preconizados por Marx y Lenin para implantar la tiranía política e ideológica, promover la lucha de clases, abolir la propiedad privada, y regimentar la vida humana bajo el más inicuo y absorbente vasallaje.

         Como bien apunta Llerena, no puede decirse con propiedad que Castro traicionó su revolución.  Esta nació en enero de 1959 con molde comunista, y se desarrolló después con rigor estaliniano.  Castro, sí, traicionó sus promesas de restauración constitucional y reformas democráticas, y traicionó a Cuba, sometiendo su soberanía a los dictados del imperialismo soviético.

         La consolidación del régimen de Castro es imputable, desde luego, a los cubanos – cegados primero por el fuego fatuo de la prédica revolucionaria, y aletargados después por el mito geopolítico de las 90 millas, según el cual no podía perdurar una base comunista tan cerca de la Florida.

         Pero aun reconociendo la plena responsabilidad cubana en este proceso, no podemos eximir de culpa a los Estados Unidos.  Estos subestimaron la virulencia expansiva del castro-comunismo, y, al abandonar a los expedicionarios en Bahía de Cochinos, estimularon a la Unión Soviética a emplazar en Cuba armas estratégicas,

que pusieron en peligro la paz mundial.  El desenlace de la Crisis de los Cohetes, encuadrado en el pacto Kennedy-Kruschef, fue en verdad funesto.  No sólo liquidó la resistencia dentro y fuera de la isla, sino que le permitió a Moscú utilizar a Cuba como plataforma estratégica para subvertir impunemente a tres continentes.

         Muy caro han costado estos errores en vidas humanas, convulsiones sociales y destrucción de riquezas.  Pero ya estamos llegando al capítulo final de esta tragedia.  A la revolución castro-comunista, [que prosigue hoy bajo la dinastía raulista], le falta credibilidad y fuerza para continuar su trayectoria inexorable.  Los sueros artificiales de la Unión Soviética han cesado; [peligra el enorme subsidio venezolano], y no hay a la vista alternativas financieras para remozar indefinidamente el aparato totalitario.  El desgaste del régimen es progresivo, y el descrédito de su sistema, irremediable y total.  Su sostén monolítico comienza a agrietarse, y el pueblo sojuzgado está perdiendo el miedo y recobrando la fe.

         El régimen (actual o sucesorio) habrá de caer por “implosión” o explosión, por razones biológicas o causas artificiales.  Entonces comenzará la titánica pero gratificadora tarea de la reconstrucción  de Cuba, basada en los principios cardinales de democratización  política, liberalización económica y regeneración moral, plasmados en la legítima Constitución de 1940.

         En ese empeño, no podemos de nuevo dejarnos hechizar por utopías revolucionarias,  tentaciones totalitarias o teorías extravagantes de ingeniería social.  Sirva el libro enjundioso y revelador de Mario Llerena de enseñanza, admonición y vacuna contra todo intento futuro de hacer revolución sin libertad, sin justificación y sin consentimiento.

         La Cuba que emerja de las tinieblas del castro-comunismo sólo necesitará una revolución, en palabras de Martí… “la que no haga presidente a su caudillo, la revolución contra todas las revoluciones:  el levantamiento de todos los hombres pacíficos, una vez soldados, para que ni ellos ni nadie vuelvan a serlo jamás”.