Puse rumbo a Cuba. Me presenté al Comandante. Él, delante de mí,
telefoneó inmediatamente al Nuncio Apostólico con el que mantenía
relaciones cordiales y le dijo: «Eminencia, está aquí fray Boff; va ser
mi huésped durante 15 días. Como soy disciplinado, no permitiré que
hable con nadie ni dé entrevistas, así observará lo que el Vaticano
quiere de él: silencio obsequioso. Velaré para que se respete. Y así
fue.
Durante 15 días, ya fuera en carro, en avión o en barco me mostró toda
la Isla. Simultáneamente al viaje corría la conversación, con la mayor
libertad, sobre mil asuntos de política, de religión, de ciencia, de
marxismo, de revolución y también críticas sobre el déficit de
democracia.
Las noches se dedicaban a una larga cena, seguida de conversas
serias que a solían llegar hasta bien entrada la madrugada. A veces
hasta las 6 de la mañana. Entonces se levantaba, se estiraba un
poco, y decía: «ahora voy a nadar unos 40 minutos y después voy a
trabajar». Yo iba a anotar lo conversado y después, a dormir.
Algunos puntos de aquella convivencia me parecen relevantes.
Primero, la persona de Fidel. Es más grande que la Isla. Su
marxismo es ético más que político: ¿cómo hacer justicia a los
pobres? Después, su buen conocimiento de la teología de la
liberación. Había leído una montaña de libros, todos anotados con
listas de términos y de dudas que aclaraba conmigo. Llegué a
decirle: «si el Cardenal Ratzinger entendiese la mitad de lo que
entiende usted sobre teología de la liberación, bien diferente
sería mi destino personal y el futuro de esta teología». Y en ese
contexto confesó: «Cada vez me convenzo más de que ninguna
revolución latinoamericana será verdadera, popular y triunfante si
no incorpora el elemento religioso». Tal vez por causa de esta
convicción prácticamente nos obligó,
a fray Betto y a mí, a dar
cursos sucesivos de religión y de cristianismo a todo el segundo
escalón del Gobierno y, en algunos momentos, con todos los
ministros presentes. Esos verdaderos cursos fueron decisivos para
que el Gobierno llegase a un diálogo y a una cierta
«reconciliación» con la Iglesia Católica y demás religiones en
Cuba.
Para terminar, una confesión suya: «Estuve interno en los
jesuitas varios años; me dieron disciplina pero no me enseñaron
a pensar. En la cárcel, leyendo a Marx, aprendí a pensar. Por
causa de la presión estadounidense tuve que acercarme a la Unión
Soviética, pero si hubiese tenido en aquel tiempo una teología
de la liberación, seguramente la habría abrazado y aplicado en
Cuba».
Y remató: «Si un día vuelvo a la fe de mi infancia,
volveré de la mano de fray Betto y de fray Boff». Llegamos a
momentos de tanta sintonía que sólo nos faltaba rezar juntos el
Padrenuestro.
Yo había escrito 4 gruesos cuadernos sobre nuestros diálogos,
pero en Río asaltaron mi carro y se llevaron todo. El libro
imaginado jamás podrá ser escrito, pero guardo en mi memoria
una experiencia inolvidable de un Jefe de Estado preocupado
por la dignidad y el futuro de los pobres.